Semblanza autobiográfica

Nací en marzo, todavía en invierno, aunque a tiro cercano de la primavera, el día 9, en el primer año de la década revolucionaria, 1961. Mi padre, Gregorio, trabajaba en una carnicería, y mi madre, Josefina, era modista retirada del oficio por su matrimonio, ambos huérfanos de padre casi a la misma edad, en la adolescencia, época en la que comenzaron su relación como novios. Soy el hijo mayor de tres y mis hermanos son María José y Andrés.
Ejerzo como español, aragonés, zaragozano y ‘montemolinero’ (enseguida entenderás por qué este término), de los que vinimos al mundo en un macrohospital que se llama Miguel Servet en honor al famoso aragonés librepensador. Casualmente, mis padres vivían en la calle Miguel Servet –número 97– en esos momentos, aunque en la otra punta de la ciudad, en el barrio de Montemolín, en un bajo con un gran corral en la trasera y el local de la carnicería en la delantera. Luego, transitamos por esa misma calle en dos locales diferentes y tres pisos más. Qué cantidad de mudanzas… y las que siguieron años después en mi vida.
El barrio de Montemolín se convirtió en ese idílico escenario que adorna las infancias de los niños sensibles a su crecimiento… Se transmutó en el Macondo privado que arropó a mis fantasmas y fantasías, las cuales se animaron a regir mis vuelos durante todos los instantes venideros. Mi tía Pili comenzó a nutrirme de historias fabulosas y mi yaya Edmunda me llevaba con ella a su trabajo, en el cine–teatro Argensola, donde viví la vida de muchos héroes en blanco y negro. Como en la primera sesión, de 5 a 7, no abrían el anfiteatro, mi amigo Paco, el acomodador, me subía para allá y así tenía todos los palcos para mí, gran lujo.
Estudié maternales durante dos años con las hermanitas de Santa Ana en su colegio de la calle Numancia. Allí tuve mi primera novia y mi primera pelea por un amor que no quería compartir. Ella se llamaba Mariasun, y era morena. A mi rival se le conocía por su apellido: el Galisteo. Después de esas peleas, no me servía ser un chico listo en los estudios para librarme de los castigos de rodillas cara a la pared… aunque la hermana Teresa, llena de pecas, me apartaba algunas veces hacia el piso de arriba para enseñarme cuentos ilustrados.
Empezaba a ser parte de mi territorio la plaza de Utrillas, configurada por una estación de ferrocarril abandonada, dos largos edificios, un pretil de piedra y un hexágono repleto de árboles y baldosas con hierbajos en los ribetes… Las gárgolas vigilantes de la entrada me impresionaban.
Para cursar párvulos, me mudaron al colegio de La Salle Montemolín, situado en los principios del barrio, casi en la plaza de San Miguel, a tal distancia de mi domicilio que a veces tomábamos el tranvía para llegar hasta sus puertas, la línea 1, Bajo Aragón–Pza. San Miguel. Costaba el billete 1,30 pesetas y luego subió a 1,50.
En aquel entonces comencé a disfrutar de cierta autonomía por la manzana limitada por las calles del Sol, Belchite, Higuera (Tomás) y Miguel Servet. Mis amigos José Julián y Juan Antonio compartían aquellas aventuras que culminaban en el kiosco de la Pilarín, comprando cromos, o caramelos, o algún tebeo de Bruguera (Tiovivo, Pulgarcito, DDT...), mientras nos miraba con ternura alguna señora que iba a cambiar las novelas de Marcial Lafuente Estefanía o de Corín Tellado. Juan Antonio me pasaba los tebeos de su colección del Jabato, que leí con interés… pero me decantaba por el Capitán Trueno, quizá porque me gustaba más su jerarquía, la época de la Edad Media y Sigrid, la dama a rescatar.
Mi tía Pili me regaló “Un capitán de quince años” cuando yo tenía nueve… y me trajo la afición por Julio Verne. Mi tía Paca trajo en su bolso dos libros: uno de los ‘cinco pesquisidores’ y otro de los ‘siete secretos’, ambos de Enyd Blyton, suficientemente atractivos para luego comprar más y más con la misma firma. Añadí a mis aventuras grandes relatos que editaba también Bruguera con un página de tebeo, a modo de resumen, cada cuatro de letra algo pequeña… “Robinson Crusoe”, “Mujercitas”, “Las aventuras de Gulliver”, “La Flecha Negra”… Emilio Salgari y Sandokán, Karl May y Sitting Bull, Robert L. Stevenson y Tom Sawyer con Huckleberry Finn… Mis padres se hicieron socios del Círculo de Lectores y recibimos el rey y la reina de madera como sujetalibros que luego reconocí en tantas casas… Así recuerdo: “Maravillas de mundo I y II”, “Cien obras maestras de la pintura”, “Proyecto Apolo”, “Grandes acontecimientos de nuestra historia”… “Chacal”, “Los perros de la guerra”, “Nadie debería morir”, “La isla de las tres sirenas”, que contenía las primeras páginas eróticas que elevaron mis instintos y con las que me arreglé para que siempre el libro se abriera por ellas sin tener que perder tiempo acudiendo al índice.

Mi primera obra con consciencia de crear algo diferente a las redacciones colegiales nació en la clase de literatura de sexto de la EGB, en el nuevo colegio de La Salle Montemolín, cuando escribí en versos pareados un comentario sobre el “Mío Cid” pedido por nuestro profesor de lengua. En los dos cursos siguientes, el hermano que nos impartía Literatura y Sociales, José María Bourdet, me provocó para conseguir la mejor nota en redacción, me dio el mejor sustento básico gramatical y me hizo culminar esa etapa escribiendo una novela corta como trabajo fin de ciclo, que armé con influjos de los tebeos de Marvel, especialmente “Los 4 fantásticos”, con la base argumental de “Odessa”, y con un cierto toque romántico de los piratas de Salgari… extraña mezcla que dio contenido a mi primera publicación doméstica con tapas de cartulina, ilustraciones a lápices de colores (producto del arte de mi madre) y que por fin consiguió esa máxima calificación. Todo un acicate. Además, este hermano lasaliano creó una revista colegial que mantuvimos por dos años, de la cual me nombró miembro del comité de dirección y jefe de la sección de deportes. Se llamaba “La Tortuga”, por lo mucho que le costaba salir, y era de obligada compra por todos los chicos del curso al módico precio de cinco pesetas. Hace un par de años, Miguel Ángel Gracia, compañero de colegio y de trabajo, me hizo exclamar “¡no jodas”! cuando me reveló que guardaba todos aquellos números bien conservados gracias a una excelente encuadernación casera; ¡oh, dios!, un documento histórico. Me lo prestó y lo leí tal como mira el protagonista de “Cinema Paradiso” en su última escena aquellos trozos de celuloide con besos de películas que le dejó en herencia quien le había enseñado cuál era su destino.
Al año siguiente, ya en primero de BUP, en medio de un ligoteo de pub (la cacofonía por el palíndromo está puesta adrede, perdón), una de las chicas del grupo ‘a conquistar’, llamada Cristina, sacó de su bolso una cuartilla donde había escrito una linda redacción titulada “A él”. La leyó en voz alta y recogió admiración, lo que me sedujo. Aquella noche, ya en casa, recordé mis méritos en las clases de Literatura y, secretamente, escribí en otra cuartilla unas cuantas líneas que titulé A ella (luego cambié a Mi chica ideal, qué cursi). Cuando superé la vergüenza, la transcribí en un papel más pequeñito, me la metí en la cartera y la utilicé de arma de ligue con las chicas más sensibles, lo que siempre me sirvió de cierto reconocimiento entre ellas y de la mayor chirigota por parte de mis amigos. En segundo de BUP, fui galardonado con el primer premio de relato de La Salle Gran Vía por un relato anticipador de modernas tendencias entonces inexploradas y que hoy son inspiradoras de mi ocupación actual: el daño del ser humano al entorno natural. Nunca recibí las mil pesetas prometidas en libros y, además, perdí aquel original. Quizá por ello aún me creía más futbolista que escritor (ver Jugué al fútbol…)
En esos albores de la democracia, recibiendo información compleja desde los cientos de expertos políticos que brotaban como las setas, comencé a escribir en un cuaderno privado –con espiral de alambre, de tamaño folio y tapas de cartón semiduro–, mis reflexiones, cuentos y poesías, odas a mis amores y desamores tan profundos, cuaderno que aún guardo con ternura entre los papeles de mi intimidad adolescente como ese documento púber que se llena de súbitos enfrentamientos con la vida.
Repleto de los suspiros ciegos por chicas atractivas y despertares filosóficos, inicié mi relación con el teatro, haciendo lecturas dramatizadas con obras cómicas varias. El hermano Ángel Oteiza me premió con la medalla de Declamación y Teatro, junto a mis camaradas de afición, Joaquín García Gil y César Casorrán.
Con la inspiración de Ana, mi primera novia de verdad, a los diecinueve años, a las puertas del cierre sentimental que ella provocó, y anticipándolo en el argumento como intuición literaria, escribí mi primer relato largo, Rosa Roja, que se convirtió en inicio de una trilogía que titulé Un mundo feliz, sin saber que copiaba a Huxley, y que cambié más tarde por Vuelos en el jardín para finalmente llegar a Un amigo te guarda, tal como fue publicado. Quise haberlo prolongado hasta crear historias al modo de mi admirado “El principito”, pero las musas mandan, y mandaron parar ahí. Mi profesor de Literatura en tercero de BUP, el hermano César Pallarés, me hizo en aquel relato la primera disección crítica y fue amable, no lo dejó muy mal. Especialmente con él, y también con Alicia en COU, aprendí a disfrutar de “El Quijote”, a pensar con Unamuno y su “San Manuel, bueno, mártir”, “Niebla”, “La tía Tula”… hasta saborear los versos de la generación del 27, sobre todo Lorca y Salinas. También empezaba a descubrir a Gabo.
Desde aquel cuento, y desde aquella deriva sentimental, se inicia una época hasta los 28 años, dubitativa, incierta con muchas pisadas literarias que no terminaban de hacer huella. Un veintena de cuentos (ver Arañazos), una novela fallida, varios poemas y unos cuantos sainetes de variedades surgían inopinadamente como fogonazos aquí y allá. Preparé la primera recopilación de relatos, que titulé Desenlaces de una partida, y se la pasé a mi jefe, un poco bruto: “¡Chico, pero todo eso has escrito tú!”, y a Juan Antonio, que me regaló su análisis crítico. Por lo demás, tuve relleno en esa década con un trabajo aburrido, universidad tardía, militancia y cargo sindical, fútbol, más fútbol…

Y a partir de aquí, último tercio de los 80, encuentras mi trayectoria en esta página personal. Cumplidos los 28, escribiendo El embrujo de una rubia platino, primera novela terminada (hubo dos intentos anteriores, uno fallido y otro culminado después), sentí que deseaba ser escritor, quizá algo tarde para buscar la dedicación exclusiva con la comodidad de un buen puesto de trabajo, esposa y dos hijos, Raúl y David; así que tuve que aplicar tiempos libres, más o menos en cada época, para apaciguar esa vena impulsiva que pedía crear sin parar. El resultado: las obras que puedes ojear por aquí adentro. En 2022, cesé en mi actividad laboral y, aunque tuve un fuerte avance progresivo desde mi regreso a Zaragoza, en 2007, aumenté mi dedicación anímica con más intención, justo cuando ya la dedicación física comienza a temblar.
En eso estoy.